De chiquillo, iba al cementerio acompañando a la familia a dejar flores a tíos y abuelos centenarios y muertos, seres mitológicos o legendarios, de los que oí pero con los que nunca intimé. Me embelezaba el conocer un lugar con estatuas y lápidas, epitafios y escritos, mezcla de museo de arte y laberinto: de figuras apiladas, de formas marmoleñas, con mausóleos enormes y pabellones que servían para, en algún momento, corretear con mi hermana o mis primos; pero que irremediablemente en las noches, me traía pesadillas de muertos y de persecusiones de algún minotauro imaginario en ese laberinto-santuario. Tal vez por eso deje de ir. Luego, lo redescubriría con los atractivos de la muerte: un poco de lejos y con respeto. No como algunos, buscadores de sus homonimos en las lápidas o de su fecha de nacimiento como fecha mortuoria, o otros dados a la recolección de epígrafes curiosos o a la profanación de espacios. He percibido a los camposantos más como espacios de encuentro del afecto extraviado, espacios para la añoranza, y ha primado en mí esa visión contemplativa de los vivos buscando sus muertos. He paseado en Días de Muertos, sólo para ver gente.
Este domingo del padre último, fuimos en familia a visitar a los abuelos, está vez reales y queridos, y aunque con mayor distancia que en otras oportunidades, no he podido dejar de apuntar los cuadros que trae la tierra de los muertos. Un hombre dormido sobre la tierra que alberga a la esposa o la madre para evitar la separación; Una familia cantando una celebración en forma de himno o barra a Caliñay: pueblo, familia o equipo "que va para arriba, que no se rinde" según decía el estribillo. El mismísimo hecho de regar las tumbas de los abuelos (para que crezcan o que florezcan, no lo sé) y rezar. Ver niñas arreglando las flores o dejando globos a los finados, cual cumpleaños.
Y luego, ver de lejos, ver todo tan hacinado, a todos tan iguales. Gente rezando, visitando, recordando. Y tras los mármoles gente sin vida, pudriendo sus espacios eternos, todos tan iguales, porque los nuevos cementerios son el comunismo perfecto, todas las lápidas idénticas, salvo el nombre y el código, formadas en lineas, en esa tugurización que explota el último metro cuadrado. Odio los cementerios modernos, quizá porque ahí despido a los míos que se van, quizá por el afán mercantil que le dan sus dueños a la muerte.
Pero despues, al final, sé que los abuelos y la gente que se fue no está seis pies bajo ese grass verde en los dos metros cuadrados que le corresponden. Están en la memoria y el corazón de los que nos quedamos y nos entercamos en no olvidarlos.
Buen post!
Saludos.