¡Pucha, la vida! dijo el poeta, y se calló, y con él, todo el mundo. Pero el silencio lo apagó una carcajada lúdica. Risa sin broma de por medio, risa de verdad revelada. El mismo silencio se hizo en el lugar donde Cristo estaba colgado con el corazón sangrante, con Marcahuasi a la derecha y Cuzco a la izquierda, afiches turísticos. Y el mozo miraba la mesa. Y, yo no le tengo miedo a la muerte! ¿y a la soledad? ¿y a la enajenación? Uno retenía las iras como la espuma que se colgaba del vaso, y el otro que ya conocía esas frustraciones de los tumbos y caminos errantes ensayaba un salud, y yo no lo tengo miedo a la muerte; pero que vengan tres más, con el cariño de la casa, y el mozo vuelve a mirar la mesa, pero me las destapa una a la vez, sobre la mesa de vinil rojo, esquina de pollería o chifa bajo la axila de la ciudad. Ahí donde, se garabatean cronogramas o libros de Bryce que vienen con piscosour. Y uno camina desorientado, y otro desaparece. Las luces se van de contrabando, quién sabe cuando encenderán, más seguro es que enciendan los sueños, porque, yo no le tengo miedo a la muerte, dijo el poeta, y se calló, y con él, todo el mundo.
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Qué gusto tenerte de vuelta en tu rincón, en la axila de alguna habitación.