“Commuting”, es una palabra inglesa que no tiene su análoga en español, su traducción es algo así como “viajar de un lado al otro”. Es, en términos prácticos, movilizarse de la casa al trabajo, la escuela, la universidad o cualquier otro sitio al que se vaya como parte de una rutina. Dependiendo de la ciudad ese “commuting” toma tiempos que definen el ritmo de la ciudad: En México DF, una hora; en Lima, tres cuarto de hora; en Trujillo, 20 minutos. A más “commuting”, más apremio para realizar los quehaceres, esa es la ley.
La vida de la ciudad nos ha obligado a hacer todo demasiado rápido, hay demasiada premura en el aire, como una corriente eléctrica; todo a mil; todo para ayer. A veces me gana la obligación y no tengo más remedio que tomar el camino rápido y directo: en carro; pero hay otras veces en que puedo tomarme mi tiempo y esas son las veces mejores, es cuando puedo caminar.
Demora mucho más, pero no hay urgencia, y, por si fuera poco, tiene sus compensaciones. Los sentidos se deleitan: se ve gente, colores, indumentarias, signos, aceras, casas, el clima, el paisaje citadino, a los policías, los orates locos, las parejas de la mano, los ambulantes ajetreados, los escolares con el uniforme gris y desfajado, todos diferentes, dan ganas de pararse a conversar con cada uno. Los olores de la ciudad están en cada tramo, cada parque, cada cuadra, cada esquina. Se puede comer una cachanga, un cebiche de a sol de pasada, o un marciano, todo es posible. La bulla, - sí, también – el claxon desaforado del conductor irascible, el piropo desvergonzado a la jovencita curvilínea, la grosería del lumpen, conversaciones banales que uno atrapa de casualidad. El viento golpeando la cara, despeinando, la garúa – si hay suerte – despertando el ensimismamiento; saludar a los amigos, a la otra gente de a pie.
Y no es sólo gratificante deambular de día, la noche tiene sus propios atractivos. Quizá camine más de noche que de día, porque prefiero llegar tarde a mi casa, pero llegar contento. En la noche, las calles más vacías, más para uno solo, para caminar por el asfalto, para andar bajo los faroles que le dan el halo rojo a la ciudad; con los guachimanes pernoctando, silbando a la nada; los perros ladrando las sombras; las putas y los travestís obscenos, procaces pero coloridos; los casinos deslumbrando la oscuridad, los taxistas recurseándose en sus ticos, las parejas acariciándose en los parques, los asaltantes laborando, el cobrador llenando el bus interprovincial, la combi echando el último viaje, los viejos timberos en una cantina que no tiene nombre bajo una luz verde y la luna siempre arriba, siempre cambiando, siempre acompañando.
Andar, es alucinante, con los amigos o solo, conversando o apenas pensando, pero tiene sus problemas también, no siempre es seguro, hay días que debo mirar para atrás, contar las sombras, aún no puedo caminar Chicago o Los Incas de noche, también hay días en que el cansancio y el tedio me ganan, me duelen los pies y sólo quiero ver mi almohada y me rindo al camino fácil de llegar a donde vaya en un dos por tres.
Ya por andar, me he vuelto un poco amigo de los búhos, de los sonámbulos, del caldo de gallina de las 5 AM y del sereno. Pero por mí, seguiré siendo un caminante, un noctívago, es un poco mi carácter voyeurista y de cronista inconfeso, de incesante observador. Seguiré “conmutándome” a pie, porque, total, más vale tomarme mi tiempo, hacer mi ritmo. Lo importante no es llegar, es disfrutar del camino.