Las luces de la ciudad se prenden antes de que se ponga el sol, están encendidas por lo menos veinte minutos antes que la oscuridad comience a dilatar nuestras púpilas. Es un signo inequívoco del verano: una cierta exhuberancia, cierto exceso que podemos disfrutar por un lapso de tiempo. Sí, tiempo efímero, porque las faldas cortitas y los pareos y las tangas solo se dejan ver durante estas semanas, y luego, las piernas bronceadas y los cuerpos expuestos se esconderán en sus bufandas y jerseys contra el viento y el clima impío.
Verano. La Playa. Particularmente no me gustan las playas sobrepobladas y el abandono en la arena. Me corrijo. No me divierte la resolana, solo las tardes de ocaso, que son más prolongadas y disfrutables. Del verano prefiero la noche, calmada y fresca, como para pasear hasta la madrugada conversando con los amigos, con una cerveza en plan de refresco antes que de alcohol.
Mi amiga Gabo me dijo la vez pasada que extraña el tardor. ¿El Tardor? Sí, tardor es otoño en catalán, está haciendo un frío horrible, me dijo. ¡Genios, los catalanes! Tardor. Si es así, el verano sería el mediodía del año, yo ya quiero que caigan las hojas en el césped, yo también extraño el tardor.
El verano trae algo más que es extraño, sino anecdótico a estaa ciudad: la lluvia, a pesar de ser un evento poco visto - aquí generalmente solo garúa - la gente corre a esconderse, para no empaparse, como si la naturaleza no tuviese derecho a jugarles carnavales. Entonces, las calles quedan desiertas, y unos pocos como grillos o luciernagas salen a disfrutar del humor tibio de la tierra húmeda, y, si el ánimo da, a cantar bajo la lluvia.
Hoy, verano por la tarde, saldré a pasear, si tengo suerte lloverá.